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Desde el frío al andar

Desazón. Tristeza. A veces, estos sentimientos se cuelan en nuestro cuerpo y plagan hasta la última parte de nuestra persona de un frío y un vacío descomunal, tan grande que a veces no sabemos como seguir.

Sin quererlo, estos sentimientos nos invaden, nos llenan de pensamientos lúgubres, se llevan lejos nuestras sonrisas, y nos aislan de nosotros mismos. Nuestra luz se hace cada vez más y más débil, hasta que finalmente se apaga, dejándonos solos en la oscuridad, perdidos en nuestro propia laberinto, en nuestra misma trampa mortal.

Y es en estos momentos cuando cuerpo y mente piden una única cosa, con una sola voz: soledad. Silencio. Quietud. La calma de nuestra única y propia compañía, sin nadie, sin nada. Estos momentos de soledad son los mejores para preguntarnos quién es cada uno, de dónde viene, adónde quiere llegar; pues no hay ruido que nos impida oír nuestras propias respuestas.

Porque somos los únicos que tenemos respuestas a nuestras propias preguntas. Somos los únicos que podemos decidir quiénes somos, y qué hacemos. Y aunque el frío de nuestro interior nos haga detenernos, y nos haga mirar en nuestro interior, esforzándonos un poco volveremos a abrir esa ventana por la que entra la luz. Solo tenemos que seguir caminando, seguir buscando, sin nunca parar, para que el frío se vaya, y el calor vuelva a llegar.

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